MIRAR CON LOS OJOS DE UN NIÑO

Coks Feenstra · Psicóloga Infantil

10 de junio de 2014

MIRAR CON LOS OJOS DE UN NIÑO

No hay nada más bonito que contemplar el mundo con los ojos de un niño.

Nosotros, los adultos, hemos perdido gran parte de esa capacidad, pero es posible recuperarla. Y esto nos aporta mucha felicidad.

Mis hijos ya son adultos, pero aún me acuerdo muy bien lo gratificante que era ir con ellos, siendo pequeños, de paseo. Tengo la suerte de vivir en un pueblo, rodeado por naranjos. Muchas tardes, después de su jornada escolar y la mía laboral, salíamos los cuatro y el perro al campo. No había ni toboganes ni columpios, pero había tantas otras cosas que explorar: los árboles, los capullos de naranjo, el agua que descendía por los canales de riego, los conejos huidizos, los nidos de pájaros…… Todo suscitó su interés. ¿Cómo saben los pájaros en qué dirección volar? ¿Por qué las hormigas andan en fila? ‘Ya veo la luna y aún es de día. Mamá, ¿por qué se asoma ya?’. Mis respuestas, en vez de calmar su sed por información, evocaban más preguntas. Estas tardes con ellos en plena naturaleza me enseñaron a ver el mundo con sus ojos: con asombro, sin ideas preconcebidas y un interés ilimitado. Contemplaban el mundo con una ingenuidad que me enternecía y que me recordaba a cómo yo, de pequeña, vivía las cosas. Los adultos hemos perdido esta capacidad de asombro y entrega total. Solemos correr de una tarea a otra y vivimos los días como una carrera de obligaciones, sin tiempo para detenernos en detalles. Hacemos muchas cosas con el piloto automático puesto. Según un estudio de la Universidad de Harvard hacemos el 47% del tiempo alguna tarea, pensando en otro tema; por ejemplo nos desplazamos de un lugar a otro, sin ver realmente, ya que nuestra mente está en la cena que tenemos que preparar y las tareas que aún nos quedan por hacer.

EL ASOMBRO A LA EVIDENCIA

El niño vive en el presente, en el momento mismo; por ejemplo, cuando se está vistiendo y ve una mosca que intenta salir por la ventana, se detiene para observar su lucha. Quizás le abra la ventana. Y ¿Qué solemos hacer nosotros en este momento? Le azuzamos para que se dé prisa. El niño tiene un concepto del tiempo distinto al nuestro. Vive al ritmo de los acontecimientos, cercano al ritmo de la naturaleza. Esto se llama el tiempo simultáneo. Nosotros vivimos en el tiempo lineal, con un principio (el nacimiento) y un final (la muerte). Nos sometemos al presente, pero con la mirada puesta casi siempre en el mañana, en el futuro próximo. Vivimos linealmente. Solo en algunos momentos nuestra existencia es simultánea, cuando por ejemplo nos dejamos sorprender por una puesta de sol preciosa. ¿Por qué vivimos en tiempos tan distintos? Esto lo vamos aprendiendo a medida que crecemos. Incluso es necesario: si continuáramos sorprendiéndonos de todo y no diéramos por sentado ciertas cosas, no podríamos funcionar tal como lo hacemos ni rendir. Para un niño todo es nuevo y se sorprende de todo lo que le rodea. Lo vemos en un bebé de dos meses que queda maravillado al ver sus manitas. Las sacude y agita delante de sus ojos sin entender que son parte de su cuerpo. ‘Ah, ¡qué interesante! ¿Son mías?’ parece preguntarse. Al cabo de las semanas entiende que son suyas, igual como sus piececitas. Y así, a medida que el niño crece, va entendiendo la normalidad de muchas cosas: un perro ladra, un abuelo anda con bastón y la luz se enciende con un interruptor. Su asombro da paso a la evidencia. Nuestro cerebro está programado para hacer lo incomprensible previsible y para automatizar nuestras actividades. Así no tenemos que pensar sobre cada paso que damos. Esto nos permite hacer varias cosas a la vez. Pero ahí radica el quid del problema: hacemos las cosas con el piloto automático puesto. Y hoy en día, por el acelerado estilo de vida, muy a menudo, además. El multitasking (hacer varias actividades simultáneamente) está de moda. Cocinamos sin probar y paseamos sin ver el entorno, ya que lo compaginamos con hacer una llamada o corregir a los hijos. Nuestra atención es dispersa y principalmente mental, ya que apenas intervienen nuestros sentidos. Quien saborea, huele, siente y mira con atención es mucho más consciente de su entorno y disfruta mucho más (es incluso mejor para nuestra salud). Esto es lo que redescubrimos cuando estamos en contacto con un niño y nos acoplamos a su ritmo y su modo de observación.

SER CURIOSO COMO UN NIÑO

La curiosidad y el asombro son características que nos condujeron a grandes descubrimientos, como los nuevos continentes e inventos, como la luz, la penicilina, etc. Gracias a la curiosidad –los niños la tienen de modo natural- se han hecho muchos avances, lo cual sigue siendo así. La Madre Naturaleza lo tiene bien previsto, ya que sentirnos curiosos, nos produce placer. ¿A quién no le encanta irse de vacaciones y descubrir una bahía idílica que no salga en el mapa o leer un libro cuyo desenlace no sabe? Esto explica el éxito de libros de suspense, series detectives y crucigramas. Hay algo placentero en no saber, con la perspectiva de conseguir la respuesta. Solemos pensar que la satisfacción es máxima cuando conseguimos conocimientos, pero lo que, según los estudios, más satisfacción produce, es la búsqueda en sí. O, en palabras del investigador Timothy Wilson, de EE.UU. ‘la caza en sí es mejor que el el botín’. Para verificar si estaba en lo cierto, Wilson hizo una investigación: repartía regalos a transeúntes de una avenida concurrente. A algunos les decía de quién procedía el regalo y a otros les dejaba con la incógnita. Los últimos saboreaban más y por más tiempo el regalo que los primeros. Esto demuestra lo que Wilson ya pensaba: nos sentimos más felices cuando aún estamos buscando, cuando nos asombramos, como los niños.

LA PERSPECTIVA DEL TIEMPO

El tiempo no transcurre para todos con la misma velocidad: para nosotros pasa muy deprisa, pero no para un niño. Dile que faltan cuatro meses para su cumpleaños y se desespera. ¡¿Tantos?! Esto ocurre, porque para el niño la mayor parte de sus experiencias las vive por primera vez: montar su triciclo, acudir al colegio, quedarse a dormir en casa ajena, y un largo etcétera. Para nosotros, los adultos, la vida ya tiene una cierta monotonía; el trabajo, la crianza de los hijos, la casa, las excursiones del domingo, etc. Una vez que damos estructura a nuestra vida (la pareja, el trabajo, la casa), nuestra vida parece ir más deprisa, ya no hay apenas cambios cumbres que hagan detener el tiempo. El catedrático en psicología Douwe Draaisma, de la Universidad de Groningen, Holanda, estudia cómo vivimos el tiempo. Afirma que es el asombro el que parece detener el tiempo. ‘Haciendo cosas que no hiciste nunca antes, se densifica el tiempo. De modo, si quieres prolongar la perspectiva de la vida y vivir el tiempo como un niño, debes emprender actividades nuevas, hacer viajes emocionantes o cambiar la distribución de tu casa’. Tener que dirigir la atención por completo a alguna actividad por ser nueva, es al mismo tiempo una buena manera para entrenar la entrega total, tal como vivíamos cuando aprendíamos a escribir y leer. Douwsma, por tanto, también aconseja aprender idiomas, al margen de la edad. Nunca se es demasiado mayor para ello. Tener que enfocar la atención es, en realidad, la clave para el asombro. Douwsma da un consejo más para que las horas libres duren más: ‘Si las utilizamos absortos en un libro de suspense, las horas irán volando. El tiempo parece durar más si las empleamos para varias actividades, por ejemplo leer un poco, escuchar música, charlar con un amigo y dar un paseo’. ¿Por qué no engañar un poco nuestra sensación de tiempo? En ello somos distintos a los niños. Queremos que el tiempo transcurra menos de prisa, porque al fin y al cabo lo vivimos linealmente.

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Coks Feenstra, psicóloga infantil

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