El niño se siente niña y si el caso se da en una niña, ésta se siente niño. Podemos decir que su sexo biológico es distinto a su sexo mental. No solo somos mujeres u hombres por tener unos genitales sexuales que corresponden con nuestro sexo, sino también lo somos porque por dentro nos identificamos con este sexo.
Por tanto una niña es niña por fuera y por dentro. Y lo mismo para un niño. Esto en las situaciones normales. Si el sexo genital no coincide con la vivencia interior, hablamos de ‘disforia del género’, cuyo origen está en un error en la programación cerebral que ocurre en los primeros meses del desarrollo fetal por un desequilibrado aporte hormonal.
El niño (o la niña) ya nace con esta anomalía. Desde la infancia, el niño (o la niña) siente interés por el otro sexo, expresa su deseo de serlo y le encantan los juegos que socialmente y biológicamente están relacionados con el sexo contrario.
Esta inclinación para ser del otro sexo ya se muestra en los primeros años de vida y suele ir a más. No tiene sentido obligarle al niño (o a la niña) sentirse de otro modo. Al contrario: si se le castiga al niño por sentir cómo se siente, puede llegar a caer en una gran depresión. Su deseo ser del otro sexo, aunque llegue a esconderlo, sigue intacto y le causa mucho sufrimiento. Nadie le entiende ni siquiera él se entiende a sí mismo.
Hoy en día, afortunadamente, entendemos mejor este problema y tenemos un nombre para ello: la disforia del género. Hay países, como Holanda, donde se trata a las personas que lo sufren, ya en su primera infancia, siempre y cuando la anomalía esté correctamente diagnosticada y confirmada.
Para ello, primero de todo, se realiza una evaluación exhaustiva del menor en todos los aspectos. Hay que saber si realmente se trata de una disforia del género o si hay un trastorno de identidad sexual, originado por problemas psíquicos. También puede haber una orientación homosexual que explica los sentimientos y las conductas del niño. Según estudios, un 80% de los niños, que sufren disforia del género, es homosexual. Lo que determina la disforia de género, es que el deseo de ser del otro sexo no desaparece ni disminuye con los años. Si se sospecha esta anomalía, el niño (o la niña) es evaluado por un equipo multidisciplinario (pediatra, psiquiatra, psicólogo infantil) durante un tiempo prolongado. Si se diagnostica la disforia del género, se sigue la evolución del niño o de la niña. Se le permite vivir de acuerdo con el sexo deseado. Esto hace que los niños y las niñas puedan vivir una infancia feliz. Cuando entran en la pubertad, se les da un tratamiento hormonal, para frenar ese desarrollo físico correspondiendo con su sexo biológico. Con ello se gana tiempo y se aplaza aún una decisión definitiva. Por tanto, si el niño decide dar marcha atrás, se paraliza este tratamiento y la pubertad sigue su curso. Si no, a los 16 años, edad en la que se supone que el niño (la niña) ya puede tomar una decisión bien pensada, se le da un tratamiento hormonal para que se produzcan las primeras señales de sexo (el desarrollo de los senos para el niño que se siente niña, cambio de voz para la niña que se siente niño). Finalmente se procede al cambio de sexo mediante una intervención quirúrgica, en torno a los 18 años (o más tarde).
Un testimonio de Marián, madre holandesa de un niño.
María: ‘Nuestro hijo Lucas no era un niño típico al que le gustan los coches y el fútbol. Desde bien pequeño jugaba siempre con las muñecas de su hermana, dos años más mayor que él. Al principio no me preocupaba. Pensaba que era algo normal. Pero una vez que fue a la escuela infantil, empecé a ver que Lucas era un niño distinto a los demás. Tenía miedo a los chicos y siempre jugaba con las niñas. A menudo cogía mi ropa y se lo ponía; mis zapatos de tacón, algún pañuelo, etc. Y cuando él veía a una mujer bien arreglada y bien vestida, me dijo que le gustaba esta ropa y no se cortaba en decírselo a esa persona. En casa se disfrazaba como princesa. También en la fiesta del carnaval cogió un disfraz de niña. Yo no quería que saliera a la calle vestida como niña. Me preocupaba que se metieran con él, llamándole ‘chica’. Se lo dije y su contestación me dejó helada: “Mamá, no me importa que me digan niña. ¡Es que soy niña!”. Así que le dejé ir. Después me pedía ir al colegio en ropa de niña. No sabía qué hacer. Cada mañana el vestirle fue un drama. Al final hablé con su profesora y ella me dijo que se lo permitiera. Así que al final cedí. Pero en vez de insultarle, los demás lo aceptaron bien. Ya le vieron como niña y sabía que en cuanto pudo, se ponía ropa de niña. Por un tiempo no hubo más problemas, por lo menos durante la etapa de la Escuela Infantil. Cuando entró en Primaria, que era otro colegio, mi marido y yo decidimos, junto con el centro, hablar del tema con su clase. Lucas, al que ya llamamos en casa Lucia, también quería participar en esta charla y explicar ante sus nuevos compañeros lo que le pasaba. Fue muy emotivo. Con solo 6 años tuvo el valor de explicar cuál era su problema y cómo se sentía. Contó entre lágrimas cómo le afectaban los insultos. La clase estaba callada, hubo un silencio total. Todos estaban impactados y algunos confesaron que se sentían mal por haberle insultado. La charla fue el punto de inflexión. A partir de allí todo ha ido bien. Lucas ya es en nuestros ojos y en los de los demás una niña que se llama Lucia. Temo el día que tenga que empezar la Secundaria, pero me esfuerzo por tener confianza. Ya veremos entonces. Y más adelante empezaremos con el tratamiento; los médicos siguen su evolución y nos apoyan. Lucia está feliz y esto es lo que más nos importa. Este camino es duro y difícil, pero es el único. Solo cuando la veo debajo de la ducha, me doy cuenta del gran problema. Ella es una niña, pero con cuerpo de niño’.
Coks Feenstra, psicóloga infantil