En la serie televisa ‘Cuéntame’ escuché que hay tres frases que nos cuesta decir: ‘Te amo’, ‘Lo siento’ y ‘Necesito ayuda’.
La frase del medio se me quedó rondando por la cabeza. ¡Cuánta diferencia pueden hacer esas dos palabras, Lo siento, en la relación paterna-filial! Todos los padres se esfuerzan por criar lo mejor posible a sus hijos. A pesar de eso, cometen errores, dicen frases o hacen cosas que le hacen daño al niño. Pequeños y grandes errores. A veces por consejos diametralmente opuestos al carácter del niño. Muchas veces con buenas intenciones, esas no faltan. Pero puede resultar muy difícil saber qué es lo que el hijo necesita, especialmente si uno no se conoce bien a sí mismo y, por ejemplo, no sabe de dónde vienen los obstáculos en la relación con los retoños. Por esto se repiten de una generación a otra, los mismos errores, a pesar de la firme intención de no cometerlos.
Las palabras «Lo siento, no debería haber dicho eso» actúan como un bálsamo para el niño. El niño entiende que su madre (o su padre) puede cometer un error, como decir algo que no debería haber dicho o hacer algo que está mal. Reconocerlo ante los hijos fortalece el vínculo. Cuanto más pesada es la tarea de los padres, más fáciles surgen situaciones en las que los padres pierden la paciencia o simplemente explotan. Criar a dos o más hijos de la misma edad es difícil, los niños pasan por todas las fases simultáneamente y los padres se enfrentan a muchas situaciones más complejas que en la crianza de hijos de diferentes edades. Como por ejemplo las diferencias que un padre (o una madre) puede sentir en relación con cada uno. Puede haber una preferencia o simplemente un vínculo más fluido con uno que con otro. Esto crea culpabilidad y confusión.
Sobre ello leí un hermoso testimonio en el libro ‘Two of everything except me’ (De todo dos, menos de mi) de la autora Marion West. Como madre de mellizos lucha con sus diferentes sentimientos por cada uno de ellos. En su libro, página 83, describe una experiencia especial (traducción mí):
“La multitud en el estadio se puso de pie y gritó: «¡Vamos!, Jon, ¡vamos!». Yo también me levanté, pero no pude gritar. Solo pude ver con incredulidad cómo mi hijo de nueve años se separaba de los jugadores y corría por el campo con la pelota. Se movió con gracia, haciendo que pareciera fácil. Quedaban tres minutos para el final del partido y necesitábamos este touchdown para ganar. Vi a Jon corriendo, pero en mi mente también vi algo más. Los recuerdos pasaron rápidamente. Recordé la primera vez que lo vi a él y a Jeremy en la sala de partos. Inmediatamente sentí una decepción, porque no se parecían en absoluto. ¿Eran gemelos? Eran tan diferentes.
A medida que los chicos crecían, intentaba cambiar Jon en Jeremy, aun sabiendo que estaba mal. Porque Jon tenía que ser Jon: ruidoso, rudo, incansable, nunca callado excepto en sueños. Él y yo pasamos por años de conflictos. Nuestras personalidades chocaban, al igual que los jugadores en el campo. «Cállate, Jon. Siéntate. Quédate quieto. Sin bamboleos. Deja de hacer tantas preguntas. Habla un poco más suave, Jon«. ¿Cuántas veces se lo había dicho? ¿Por qué nunca pude animarlo?
Jon siguió corriendo y ganó velocidad. Lávate las manos, Jon. No son tan limpios como los de Jeremy. Jon, siéntate derecho. ¿Por qué derramas tu agua con cada comida? Jon, comes todo el tiempo. No es posible que tengas hambre». Años de criticarlo parecían reverberar en mi cabeza, mientras los fans seguían animando a mi hijo. ‘¡Vamos, Jon, ¡vamos!’. En el grupo 3 el profesor me dijo: «Jon tiene la autoestima baja». No es como Jeremy, respondí débilmente. Aun así, Jon corrió, una vez casi tropezando, pero luego saltó como un ciervo y recuperó el equilibrio perfectamente. Ayer mismo me había quejado: «Jon, eres el chico más ruidoso y rudo del barrio. Calla y quédate quieto». Lo intentó. Pero su voz retumbante y enérgica volvió a perforar rápidamente mis oídos mientras corría por el jardín como un indio atacante. Ahora, los compañeros de equipo de Jon en el banquillo lo animaban. Jeremy gritó y saltó de un lado a otro. Entonces un grito surgió desde lo más profundo de mí. «¡Vamos, Jon, vamos!». También salté frenéticamente y perdí uno de mis zapatos. Sentí un nudo en la garganta que no desaparecía. Las lágrimas corrían por mi rostro y mi corazón latía salvajemente con una repentina admiración por mi hijo, Jon, que no dejó que los jugadores del otro equipo lo detuvieran. Tampoco por su fastidiosa madre, que hasta ese momento nunca se había dado cuenta de lo valiente y decidido que era y eso, de todos los lugares, justo ¡en un partido de fútbol!
¡TOUCHDOWN!
Seguí gritando con el público por estos seis puntos decisivos. Pero sobre todo, mi grito interior resonó: Te amo, Jon, tal como eres. Lograrás más metas, en el campo de fútbol y en la vida. Y voy a ayudarte y animarte en todo lo que pueda. Los aficionados dejaron de animar, así que también me quedé callado. No quería avergonzar a Jon. Pero en mi corazón la frase ¡Vamos, Jon, vamos! seguía sonando”.
Coks Feenstra
Two of everything, except of me, Marion B. West, Broadman Press, 1987